OPINIóN | 21 JUN 2024

HISTORIAS DESDE ADENTRO

El hombre invisible para la justicia

Esta semana, Trula Juárez nos entrega un escrito que se refiere al ingreso al penal de una persona que se mantuvo 23 años prófugo de la justicia. El hombre fue condenado por un terrible caso de femicidio, pero Trula pone el foco en la fuga de quien luego se presentó voluntariamente en Tribunales, pasados esos 23 años. “Siempre éramos varios en la mesa, pero el siempre al hablar se dirigía a mí, me miraba como diciendo: escuche que para usted es la historia”, cuenta el autor de éste relato.




El día 17 de octubre de 2023, estaba en S.U.M del penal donde momentáneamente estaba alojado. Había salido del área de Educación, cuando a lo lejos vi a un hombre de muy avanzada edad, mirando por las rejas, muy callado, como perdido. No entendía el lugar donde estaba, en ese momento me le acerque, como siempre hago con los presos nuevos. “Hola ¿Cómo está usted jefe? le dije. “Preso, pero bien” me respondió, con una sonrisa, yo igual me reí. “Un gusto, me dicen el Trula”, le contesté.

Lo mire y me pregunte a mí mismo, ¿será éste el hombre que se le fugo a la justicia durante 23 años? Obviamente, le pregunte si era él. El hombre invisible para la justicia me miro, se sonrió y como buen entendedor, supe su respuesta.

De inmediato, le pregunte en que pabellón vivía y me contesto “pabellón C, planta baja”. De inmediato lo invite a vivir en el pabellón donde yo vivía.

Desde ese momento, empieza una historia de amistad y compañerismo, con el hombre que hizo lo que casi nadie suele hacer, permanecer invisible. Estando en el pabellón, nos pasábamos horas hablando de sus cosas, él contaba sus anécdotas y también sus días de fuga. Era buenísimo, porque él era el actor principal, le ponía mucha emoción y lo que más nos gusta a los privados de libertad por delitos de robos o atracos, es la parte cuando contaba como evadía a la gorra y se le reía en la cara, eso era para levantarse y aplaudir. Esos actos y como los policías quedaban como lo que son, unos inútiles de primera. Para nosotros, lo que escuchábamos era algo único.

Cuando tomábamos mate, el describía su vida con mucha cautela, para que yo pudiera entender. Siempre éramos varios en la mesa, pero el siempre al hablar se dirigía a mí, me miraba como diciendo: escuche que para usted es la historia. Pero todos escuchábamos sus historias, éramos varios, una sola ronda grande en esa mesa.

Es un viejo macanudo, pero se le notaba la nostalgia y tristeza en sus ojos, porque un segundo de locura le quito toda una vida, “momentos que no volverán” me decía y me contaba “despertaba cada mañana pensando este será mi último día, me abatirá a tiros la policía. Me encontraran y me encerraran de por vida a pagar mi delito, estaré esta noche durmiendo con mi mujer o estaré en una fría celda de la cárcel del fin del mundo, el resto de mi vida”.

Siempre me decía que yo era su amigo, ese título me ponía en cada charla. A menudo, recordaba que cuando ingresó al pabellón lo hice recibir con muchos aplausos y respeto, no por su delito, sino por la hazaña, esa hazaña que uno siempre sueña de irse y que la justicia nunca más sepa de uno y él lo hizo. Es un viejito que sabe hacerse querer. Los guardias lo trataban como si fuera un Harry Houdini, por su fuga. Estaba agotado el hombrecito, se lo veía con su mirada decaída a punto de ser vencido, por la incertidumbre de no saber que pasara con su trámite judicial.

El dolor que llevaba adentro, porque se vino desde lejos, dejando una vida, un pasado, un amor, una mujer que todavía lo espera con los brazos abiertos. Como los privados de libertad decimos, que noble corazón tiene la mujer del preso. Porque espera sin pedir nada a cambio, solo amor. Por ese motivo yo le puse “el viejo melancolía”, obvio siempre con respeto y la amistad que nos unía tratando siempre de hacerlo reír.

El viejo salía a jugar a la pelota con los pibes del pabellón, su espíritu era joven, seguro que sí, pero su carcasa era vieja y cansada.

Siempre tratábamos de que el viejo este bien, cada uno de los muchachos del pabellón nos ocupábamos, cada uno a su manera, de eso. El hombre invisible hacia renegar cuando le dábamos el teléfono celular de uso común entre los internos, nunca lo quería devolver y al final siempre los muchachos iban y me decían: loco, Trula, le podés decir al viejo cajetilla que me preste el teléfono y así también le quedo el apodo de “viejo cajetilla”.

Mi amigo esperaba ansioso su libertad, me llenaba de preguntas sobre lo judicial, prácticamente era su abogado terapeuta. Siempre le decía más o menos lo que yo entendía, dándole siempre una esperanza, pero con la verdad, nunca ilusiones falsas. El abuelo. como algunos presos le decían, me dejo un gran regalo, mucho conocimiento de la vida, una amistad y sobre todo me enseño un poco más sobre lo que es a liberad, ahora que solo hablamos por teléfono, porque nos cambiaron de pabellón. Yo a un pabellón de conducta y el al pabellón de adultos mayores.

Se lo extraña, ya no sale a hablarme mientras hago pesas, ya no lee mis tareas del terciario. Tampoco mis escritos, que a diario hago, y ya no escucho esas palabras de aliento que me decía siempre: vos tenés un gran futuro Trula, salí en liberad, que el mundo es tuyo. Sos un hombre capaz y dedicado amigo.

 

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