Se llama a convocatoria para dictar clases o ser bedel de un terciario que funciona en una cárcel. Aquí vamos a tener el agrado de poder leer experiencias de primera mano, con algunos docentes del Cent 35, Terciario que funciona en el penal N1 Rio Grande Tierra del Fuego.
Aquí le presento la experiencia de Sebastián Jiamportone, bedel administrativo del Cent 35, que brinda labor administrativa en el anexo del Cent 35 en contexto de encierro.
Él me cuenta que, al principio, tenía toda clase de expectativas. Por ejemplo, el trato con los estudiantes. Se preguntaba cómo sería, si los muchachos lo iban a tumbear. Pero él sabía que era su vocación, porque se siente muy seguro de su capacidad.
A cada momento me recalca que él no llama presos a los alumnos, el mismo corrige mi escrito y me dice que para esta institución nosotros no somos presos, somos estudiantes.
Me dice que gracias a la educación cambia mucho la mentalidad de los muchachos y me cuenta que, en contexto de encierro, hay muchos egresados de distintas carreras. Tales como Técnico Superior en Administración de Empresas, Técnico Superior en Comunicación Social y Técnico Superior en Dibujo Técnico.
Los momentos más difíciles que le tocaron vivir, participando como bedel, fueron cuando escucho o escucha a algún pibito estudiante decir que quiere suicidarse. Eso es común en una cárcel, aunque de a poco se va aprendiendo que no es algo que pase a menudo, pero lamentablemente suele pasar.
Ahora paso dejar el testimonio de la profesora. María Lokvicic: “Educación” grito mirando hacia arriba. “Educación” repite alguien a un radiotransmisor, al tiempo que se asoma desde una ventana. Luego abre la puerta de su puesto, allá en la altura, para hacer lo propio con el portón negro.
“Gracias”, respondo. Y camino con rapidez los veinte o veinticinco metros que me separan de otra puerta, la del edificio intramuros. Hace frio y el sol ya desapareció, tras el horizonte.
Entro en el hall-casi siempre, desierto, frio, sin reparar es sin reparar en la ventanilla a la izquierda tras la cual, paradójicamente, nada se puede ver. Se escuchan voces sin rostros. Cruzo en diagonal hasta tocar el timbre. Otra puerta, otro saludo, otra puerta.
Las primeras veces llegaba hasta la recepción con el bolsillo lleno de bártulos y empezaba a separar, sobre el mostrador, birome con resorte, tijeras escolares, abrochadoras, celular, llaves, unos mil útiles que una lleva consigo, cuando da clases.
Pasaron diez años y aprendí que se puede enseñar con muy pocos elementos. Eso acelera el trámite.
Los uniformados exigían en cada oportunidad, sin excepción, el DNI. Aunque me vean entrar casi todos los días, aunque haya estado aquí por primera vez antes que varios de ellos. Son reglas. Luego vendrá la inevitable requisa, que la costumbre ha reducido a un trámite, aunque es lo primero que advertía-al principio- a quienes me preguntaban cómo es dar clases en una unidad penitenciaria.
Una reja, otra reja. Otra.
Pasaron diez años que fueron atenuando el retumbar del hierro en las paredes despojadas. Una de las cosas más curiosas, dentro de una cárcel, es como reverberan los sonidos. Viajan como el rayo, de pared a pared, buscando desesperadamente la salida.
Toda esa orquesta metálica de barrotes y llaves, a mis espaldas, se ha vuelto melodía conocida tras el ropaje de la costumbre.
Luego, el SUM, finalmente, las aulas. Las protestas, los saludos, las preguntas, la curiosidad, las risas, las lecturas, los diálogos, las discusiones, los comentarios, las reflexiones. Siempre.
“Educación”, repito para mis adentros desde hace diez años.
Comienza la clase y no siempre soy yo la que enseña.
Y de esta manera, la profesora María describe como es dar clase en un penal donde el ladrón, el asesino etc. dejan atrás por unas horas el título que les dio la justicia por su accionar y pasan a ser simplemente alumnos.
* Técnico Superior en Comunicación, recibido en el CENT 35 en contexto de encierro