Son las 12 del mediodía del día martes. El rejero comienza a llamar desde la puerta del pabellón a cada interno para su visita. Son las dos horas más esperadas y valoradas de ese día. Los muchachos se visten, casi como de gala, para recibir a sus familiares y amigos. Preparan sus mesas con muchos adornos, para disfrutar este grato momento.
A los lejos, en una orilla del pabellón, se ven otros muchachos, “los sin visita”, agrupados, hablando y dándose ánimo y apoyo unos a otros. Cada vez que sale alguno de sus compañeros a la visita, lo aplauden, como si estuvieran un acto de colación recibiendo un diploma, pero una visita en cana es más importante que un acto de colación para un privado de la libertad.
En ese momento de aplausos y festejos, “los sin visita” empiezan a sentir más su soledad y experimentan muchas emociones encontradas y entreveros de sentimientos. En ese momento, dejan de hallarse en el lugar que están, comienzan a volar hasta sus casas.
En sus cabezas, disfrutan de poder recorrer un futuro para algunos muy lejano, para otros no tanto. Se imaginan cerca de sus familiares, tomando mate y riendo, cosas que sólo el entorno familiar entiende. Todo parece real, pero no lo es, porque en realidad no es lo que nos tocó vivir. Sólo nos tocó extrañar, soñar, pensar e imaginar esos gratos momentos, por lo menos hasta hoy o mañana, no se sabe.
En el grupo de los muchachos que no tienen visitas, empieza a invadir un momento de silencio, donde el desarraigo te quema por dentro y parte el alma. Genera el arrepentimiento inmediato del delito cometido. Algunos se paran y van a su celda, otros siguen como si nada pasara, evitando ser descubiertos en sus pensamientos y en su malestar. Pero hay algo que en cana se aprende, es a sentir sin sentir, para no ponerle más cargas a la condena que cada uno arrastra.
Ya pasaron las dos horas de visita, vuelven al pabellón los muchachos llenos de energías nuevas, con un semblante distinto, sabiendo que dejaron a sus familiares con todo el cariño y amor que en dos horas se puede brindar. Se acercan a los muchachos sin visitas y comparten las pocas o muchas fetas de fiambre y gaseosas que les pudieron llevar sus familiares.
Contentos, hablan de la familia y de nuevo el “sin visita” vuelve a volar hacia su casa y se repite de nuevo esa escena de compartir y disfrutar en familia, rogando pase rápido el día, que el reloj acelere sus pasos y los meses se agoten y terminen su andar. Nadie puede olvidarse de extrañar en cana, tampoco de pensar, y mucho menos olvidarse de amar